Artículo
Claudia I. Olmo Agrait*
Introducción
El sistema de justicia criminal de nuestro país no ha logrado desalentar el crimen ni proveer una oportunidad para la rehabilitación y reintegración social de las personas privadas de libertad. Bajo el régimen actual, las personas confinadas se enfrentan a un sistema punitivo que glorifica el castigo y rechaza la rehabilitación. Los problemas sociales que generan un alto nivel criminal en Puerto Rico son producidos por varios factores subyacentes a la desigualdad social, política, económica y racial. Sostenido por grandes intereses socioeconómicos, el sistema penitenciario fomenta un ciclo vicioso, pues persigue a los sectores más vulnerables mientras los discapacitan de adquirir las herramientas necesarias para sanar, rehabilitar y reintegrarse a la libre comunidad como ciudadanos productivos. Al considerar el fracaso de medidas punitivas implementadas por el Estado, queda en tela de juicio si debemos continuar abogando por más reformas a nuestro sistema carcelario o si, por el contrario, debemos desarrollar un nuevo sistema de justicia desde una perspectiva abolicionista.
I. La rehabilitación como derecho constitucional
Aunque actualmente rechazado, el concepto de la rehabilitación criminal fue originalmente visualizado como la piedra angular del sistema correctivo puertorriqueño. Durante la redacción de la Constitución de Puerto Rico de 1952, los líderes políticos reconocieron la rehabilitación como la meta y así se intentó plasmar mediante el artículo VI, el cual dispone que el derecho del confinado a la rehabilitación goza de rango constitucional.[1] El artículo expresa que será política pública del Estado Libre Asociado (en adelante, “ELA”) “reglamentar las instituciones penales para que sirvan a sus propósitos en forma efectiva y propender, dentro de los recursos disponibles, al tratamiento adecuado de los delincuentes para hacer posible su rehabilitación moral y social”.[2]
En el contexto criminal, la rehabilitación se refiere a reeducar a una persona que ha delinquido de manera que pueda reinsertarse a la sociedad sin mayor riesgo de reincidencia en el acto denominado criminal.[3] Es importante destacar que fueron las minorías políticas quienes impulsaron ante la Comisión de Asuntos Generales de la Convención Constituyente que se incorporara la rehabilitación de la población confinada al plan de política pública del recién creado ELA.[4] Ante esto, Trías Monge sostuvo que en el Puerto Rico de los años cuarenta y cincuenta, la escasez de fondos junto a la ausencia de un entendimiento claro de los derechos de la persona encarcelada fomentaron el desarrollo de cárceles primitivas e inhumanas.[5] Además, el jurista argumentó que, debido a la carencia de recursos vis a vis, “la lucha por aumentar la producción, sin ayudas federales disponibles para dicho propósito, se consideraba imprescindible asignarles una baja prioridad a las peticiones de fondos del Departamento de Justicia para el mejoramiento de las pésimas condiciones existentes”.[6] Es en anticipación a la exclusión del sistema carcelario de la lista de prioridades de política pública durante la creación del ELA que las minorías políticas redactaron una disposición acerca de los derechos de las personas privadas de libertad.
El Diario de Sesiones de la Asamblea Constituyente confirma que, a la hora de crear la Constitución, sus escritores posicionaban la rehabilitación como el objetivo del sistema correccional.[7] El delegado Juan B. Soto defendió la disposición del artículo VI, sección 11 al entender que existía un deber constitucional de rehabilitar a aquellos ciudadanos que han delinquido.[8] El delegado expresó que las instituciones penales actuales no curan a la persona que delinque y exaltó la necesidad de proveer tratamientos adecuados “a las condiciones especiales de su vida, de su psicología, de sus tendencias, de su propia naturaleza”.[9]
Aunque las palabras de Soto reflejan una sincera preocupación por las deficiencias del sistema penitenciario y el ciclo punitivo que perpetúa, tanto el delegado como el artículo VI parecen ignorar categóricamente las raíces de la delincuencia. Resulta difícil comprender “las condiciones de su vida, de su psicología, de sus tendencias, de su propia naturaleza” sin antes atender las causas que llevan al individuo a delinquir, como la pobreza, la discriminación racial y la falta de acceso a la educación.[10] Al pasar por alto las desigualdades socioeconómicas que propician el crimen, el sistema carcelario se consolida como una estructura destinada a expandirse y reformarse continuamente. Sin embargo, estas reformas, lejos de proporcionar soluciones efectivas, se limitan a ofrecer remedios superficiales que en esencia perpetúan los problemas. De este modo, se abandona crasamente el verdadero propósito del aparato carcelario: reducir la delincuencia y, en consecuencia, la cantidad de personas privadas de libertad y de las cárceles.
Actualmente, el sistema penitenciario no solo falla en disuadir y rehabilitar, sino que también impone castigos crueles e inusitados.[11] A pesar de que nuestra constitución requiere penas proporcionales a la gravedad de la conducta delictiva,[12] las penas excesivas y arbitrarias se han convertido en una lamentable constante en los tribunales de nuestro país.[13] Un ejemplo claro es el caso de Pueblo v. Álvarez Chevalier, en el cual el Tribunal Supremo de Puerto Rico denegó una moción de reconsideración que buscaba revisar una sentencia de 1993, en la cual un menor de 17 años fue condenado a cumplir penas consecutivas que sumaban 372 años de reclusión.[14] Para cualificar para libertad bajo palabra, Álvarez Chevalier tendría que cumplir 97 años de cárcel.[15]
La solicitud surgió a raíz de Miller v. Alabama, una decisión en la cual la Corte Suprema de Estados Unidos declaró inconstitucional la imposición de cadenas perpetuas a quiénes eran menores de edad al momento del crimen.[16] Aunque una sentencia de 372 años constituye una cadena perpetua de facto, el Tribunal Supremo rechazó la norma establecida en Miller, eludiendo así su responsabilidad de garantizar, como mínimo, los mismos derechos que la Constitución federal otorga.[17] Vemos como decidieron privarle la oportunidad de corregir los errores cometidos en su adolescencia y confirmaron que nuestro sistema de justicia corresponde a una filosofía correccional de castigo y mano dura. Mientras se establecen precedentes que atropellan los derechos civiles del acusado, la intervención estatal sigue en rápido aumento, afectando desproporcionadamente a los sectores más marginados del país. Esto no solo provoca la proliferación de estructuras penitenciarias obsoletas, sino que también justifica políticas de mano dura y convierte nuestro derecho constitucional a la rehabilitación en letra muerta.
II. Ley 377: reformas al sistema colonial
Esta discusión descansa en el hecho de que el sistema correccional de Puerto Rico ha sido influenciado por las políticas de mano dura desarrolladas en los Estados Unidos.[18] Como consecuencia de los esfuerzos de asimilación por la élite puertorriqueña, se buscaba desarrollar el sistema penitenciario de la Isla y traerlo “en consonancia con los métodos criminológicos y penales contemporáneos, ya que Puerto Rico estaba siglos atrasado”.[19] Desde el inicio de la creación de nuestras instituciones penales, los programas de desarrollo de éstas fueron guiadas por el punto de vista estadounidense que utilizaba el punitivismo como pilar del sistema carcelario. Sin embargo, cabe señalar que dentro de la legislatura puertorriqueña había un entendimiento de que nuestra Constitución debería dar paso a protecciones ya aceptadas en el mundo moderno.
Impulsado por estos ideales de la democracia moderna, se emplearon varios intentos para hacer valer la disposición constitucional sobre la rehabilitación de las personas privadas de libertad. No fue hasta dos décadas más tarde de la ratificación de la Constitución que el Senado aprobó la Ley Orgánica de la Administración de Corrección para crear una agencia gubernamental encomendada a sostener este mandato constitucional, quitándole así el peso de la administración del sistema penitenciario al Departamento de Justicia.[20] En miras de adelantar los propósitos del artículo VI, sección 11, se creó la Ley de Mandato Constitucional de Rehabilitación (en adelante, “Ley 377”) para eliminar estrategias penitenciarias contraproducentes con el objetivo rehabilitador que nuestra Constitución le adjudica a la reclusión carcelaria y, en su lugar, implementar reformas que fomentaran el desarrollo moral de la persona privada de libertad.[21] La Exposición de Motivos de la Ley 377 afirma que “[l]os estudios sobre la realidad puertorriqueña demuestran que la mayor parte de la población encarcelada cumple por delitos que no son de violencia y que actualmente, la prisión como pena no contribuye en los procesos de reintegración del individuo a la sociedad ni a su rehabilitación”.[22] Además, la Ley 377 disponía los altos número de reincidencia en actividad delictiva como indicio del fracaso del sistema carcelario.[23] La Ley 377 ordenaba la constitución de un Comité de Ciudadanos para la Implantación del Mandato Constitucional de Rehabilitación, encargado de hacer cumplir el mandato ordenado por esta ley, rendir informes a la legislatura sobre los programas de rehabilitación moral y social de las personas privadas de libertad y formular recomendaciones administrativas o judiciales que apoyen los objetivos de esta ley.[24] De igual forma y con mayor importancia, la Ley 377 implementaba un procedimiento de certificación de rehabilitación para dar por cumplidas las sentencias de personas convictas por delito grave consideradas rehabilitadas y aptas para reintegración social.[25] Al otorgar la certificación de rehabilitación, se le conferiría al Tribunal la autoridad de ordenar al Superintendente de la Policía a eliminar la convicción en el Certificado de Antecedentes Penales, manteniendo el historial del convicto únicamente en caso de reincidencia.[26] Esta legislación parecía constituir una reforma significativa, ya que reconocía la facultad del Estado para proporcionar recursos destinados al desarrollo de programas de rehabilitación para la población confinada y ofrecía la posibilidad a ciertos reclusos de eliminar su historial criminal, permitiéndoles así liberarse del estigma social asociado con la privación de libertad.[27]
No hubo oportunidad para evaluar la efectividad de la Ley 377 a largo plazo, pues fue revocada por el Plan de Reorganización del Departamento de Corrección y Rehabilitación de 2011 (en adelante, “Plan de Reorganización”).[28] El Plan de Reorganización sustituyó el enfoque rehabilitador de la Ley 377 por una política pública que fomenta un sistema integrado de seguridad y administración correccional orientado a facilitar la imposición de penas y medidas de seguridad. Dirigido por intereses económicos, el Plan describe el sistema correccional como uno que sirve a una clientela, refiriéndose a las personas confinadas.[29] A través del texto, se desprende un enfoque mercantilista que surge de un contexto histórico donde las crisis económicas se intentan mitigar mediante políticas neoliberales de austeridad, que incluyen recortes en fondos públicos, reducción del aparato gubernamental y la prevalencia de una lógica mercantil en los discursos políticos.[30] Esta mentalidad mercantilista lleva al Estado a centrarse en reducir el costo de mantener a doce mil personas privadas de libertad, en lugar de abordar la reducción de la criminalidad y las estructuras socioeconómicas que la fomentan.[31] Es decir, el enfoque gubernamental en reducir los costos del sistema carcelario socava su propósito fundamental. Esto ha transformado el sistema de justicia penal en un negocio que deshumaniza a las personas privadas de libertad e impide su rehabilitación, impulsando así las estructuras sociales que perpetúan el encarcelamiento de los sectores más vulnerables.
III. Viabilidad y alcance de reformas
Aunque la legislatura ha obstaculizado que se le asegure al sector confinado el derecho constitucional a la rehabilitación a través de leyes como el Plan de Reorganización, vale discutir algunas medidas tomadas por el gobierno aún vigentes. Entre los pocos programas gubernamentales que promueven la rehabilitación, se encuentran los programas de desvío. El primero se codifica en el artículo 404(b) de la Ley de Sustancias Controladas,[32] el cual provee un mecanismo de desvío para cualquier persona declarada culpable por el delito tipificado en el artículo 404(a) de esta ley y que cumpla con otros requisitos esbozados.[33] Este programa de desvío permite que la persona que cumpla exitosamente con su procedimiento sea concedida el archivo y sobreseimiento de su caso, se le devuelva sus fotografías y huellas dactilares, así permitiendo que se eliminen sus antecedentes penales.[34] Sin embargo, cabe destacar que este programa tiene sus limitaciones, pues excluye a aquellas personas previamente convictas bajo cualquier ley relacionada con sustancias controladas.[35]
La legislatura también ha codificado otro método de rehabilitación para aquellos declarados culpables de cometer crímenes a consecuencia del uso problemático de sustancias controladas mediante la Regla 247.2 de Procedimiento Criminal.[36] Así como el art. 404(b) de la Ley de Sustancias Controladas, el cumplimiento con los requisitos de esta regla de Procedimiento Criminal provee el archivo y sobreseimiento del caso, habilitando la oportunidad de tener un récord libre de historial delictivo.[37] No obstante, esta regla excluye del desvío terapéutico a aquellas personas convictas por delitos violentos y por todo aquel delito que conlleve una pena de reclusión por un término mayor de ocho años.[38] Al considerar estas restricciones, queda claro cómo esta regla limita el remedio de desvío terapéutico a un modesto número de circunstancias. De igual forma, estos métodos carecen de medidas concretas para llevar a cabo los procesos de terapia y rehabilitación.
La Regla 247.1 de Procedimiento Criminal abre el programa de desvió a todo tipo de persona convicta, no solo a aquellas que hacen uso irregular de sustancias controladas.[39] La regla requiere que la persona que desea participar en el programa se declare o sea declarada culpable en juicio y que preste su consentimiento para participar en el programa de rehabilitación.[40] Sin embargo, la oportunidad de ingresar en este programa depende de la anuencia del fiscal o del Secretario de Justicia.[41] Al considerar el derecho constitucional a la rehabilitación que se le concede a las personas privadas de libertad, resulta contradictorio condicionar la posibilidad de rehabilitación al consentimiento de la persona que aboga por el castigo.
Por otra parte, a aquellas personas acusadas bajo la Ley para la Prevención e Intervención con la Violencia Doméstica, se les provee otro mecanismo de desvío.[42] En su artículo 3.6, dicha ley establece que solo cualificarán para este programa aquellas personas que (1) no hayan sido convictas anteriormente por cualquier delito bajo esta ley; (2) no hayan violado una orden de protección; (3) participen del convenio suscrito entre el fiscal, la persona acusada y la entidad a la que iría la persona acusada para rehabilitarse, y (4) acepten haber cometido el delito imputado.[43] Tanto el artículo 404(b) y las Reglas 247.1 y 247.2 de Procedimiento Criminal, como el estatuto, fallan en especificar exigencias para llevar a cabo este programa e instrucciones por las cuales regirse. El estatuto meramente expone que la persona convicta gozará el archivo y sobreseimiento del caso si culmina el programa exitosamente.
Finalmente, la legislatura ha codificado los artículos 2 y 2A de la Ley de Sentencia Suspendida y Libertad a Prueba. [44] El artículo 2 dispone una lista selectiva de delitos que cualifican para una sentencia suspendida, mientras que el artículo 2A regula las circunstancias meritorias para conceder libertad bajo prueba.[45] Este mecanismo se limita a aquellas personas condenadas por delitos graves con penas de ocho años o menos, tentativas de delito con penas de ocho años o menos y delitos de tipo negligente. [46] El alcance limitado de esta normativa implica la exclusión de muchos delitos que podrían justificar una oportunidad de sentencia suspendida, tales como el escalamiento, el robo y la apropiación ilegal de bienes. [47] Además de su alcance restringido, esta regla no tiene el mismo efecto de eliminar el historial criminal de la persona convicta, como suele ocurrir en los programas previamente discutidos. Al mantener los antecedentes penales del individuo, aunque haya sido rehabilitado, la regla no facilita su reinserción social completamente, ya que el exconfinado se seguirá enfrentando al estigma social y a la discriminación, producto de tener un récord criminal. [48] La carga de un historial delictivo y la marginalización resultante frustran el propósito de la normativa, pues, en lugar de fomentar la rehabilitación, incrementa la propensión del individuo a reincidir.
Estos programas pueden ser vistos como intentos nobles de reformar el sistema penitenciario, pero en realidad benefician solo a una fracción reducida del sector confinado. Su alcance se restringe a quienes han sido condenados por delitos específicos, no tienen antecedentes penales previos o cuentan con sentencias menores de ocho años. Como resultado, se excluye a todas aquellas personas que no cumplen con estos criterios, sometiéndolas a un sistema de cumplimiento de condenas que las deshumaniza al privarlas de necesidades básicas como el acceso a las artes, la naturaleza, el deporte y, por si fuera poco, el contacto familiar. Además de su alcance limitado, ninguna de las leyes previamente analizadas detalla los métodos de rehabilitación que se aplican a quiénes califican para estos programas. Tampoco existe evidencia empírica que examine la efectividad de estos programas en la rehabilitación de las personas privadas de libertad ni en la reducción de la reincidencia. En definitiva, la ambigüedad de las leyes que codifican estas reformas y la ausencia de rendición de cuentas por parte del gobierno respecto a su impacto social ponen en tela de juicio la posibilidad de lograr cambios a través de estas reformas y destacan una vía alterna: la abolición del sistema carcelario en su totalidad.
IV. Imposibilidad de reforma
Cuando se aborda el abolicionismo, muchas personas tienden a considerar esta idea como utópica e impensable. Esto refleja cuán arraigado está el sistema actual, el cual imposibilita la concepción de un orden social sin el castigo y encarcelamiento como únicos métodos para reparar daños y rehabilitar a quienes delinquen. Es crucial desafiar estas preconcepciones y ponderar seriamente la alternativa de abolir el sistema penitenciario puertorriqueño. Hemos centrado nuestra atención en teorías del norte global, generando conocimientos desde una realidad ajena a la nuestra. Hemos cometido el error de implementar modelos que no necesariamente se alinean con la realidad del País. Dada la grave desigualdad económica, el sistema penal criminaliza de manera sistemática a nuestras comunidades empobrecidas y racializadas. Por ello, es imperativo rechazar esta visión punitiva y adoptar un enfoque que promueva la eliminación del castigo como piedra angular de la justicia.
La razón principal por la que ninguna reforma ha logrado erradicar el carácter racista y punitivo que distingue al sistema penitenciario es que la cárcel fue concebida precisamente para ejercer control estatal sobre la comunidad negra luego de la abolición de la esclavitud.[49] Esta intención se aclara al examinar el contexto histórico posterior a la Guerra Civil estadounidense. En ese periodo, la economía de los estados confederados se desplomó, dado a que su principal fuente de ingresos, la esclavitud, había sido eliminada.[50] En respuesta, los constitucionalistas adoptaron una enmienda que, a primera vista, parecía abolir la esclavitud, pero en realidad, mantenía el sistema esclavista a través del aparato carcelario.[51]
La Decimotercera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos establece que ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto.[52] En otras palabras, esta enmienda permite el trabajo forzado de personas convictas por el Estado, dando lugar a una forma moderna de esclavitud dentro del sistema penitenciario. Este mecanismo sirvió para que el Estado continuara monitoreand las poblaciones negras recién liberadas, lo que llevó al encarcelamiento masivo de estadounidenses afrodescendientes y al surgimiento del primer prison boom.[53] Así, el gobierno estadounidense encontró una manera de mantener a la población negra oprimida y sometida a otra manifestación de esclavitud, mientras fingía ser un libertador a través de la Decimotercera Enmienda. Parte de esto consistía en que las personas privadas de libertad, como parte de su condena, eran forzados a proporcionar mano de obra para reconstruir la economía del sur tras la Guerra Civil.
Para principios de la década de 1970, proyectos gubernamentales como la guerra contra las drogas, impulsada por Nixon y posteriormente desarrollada por Reagan y Clinton, consolidaron el poder económico de las cárceles.[54] Este programa criminalizó y aumentó las penas por posesión de drogas, particularmente abusadas por comunidades empobrecidas y negras.[55] Dicha campaña no fue casualidad; la guerra contra las drogas fue implementada estratégicamente para incrementar el control del Estado sobre la población negra durante el desarrollo de movimientos de liberación negra y grupos militantes como el Black Panther Party.[56] En lugar de desarrollar programas federales o estatales orientados a la rehabilitación y prevención de drogas, se criminalizó la adicción, creando un ciclo vicioso de encarcelamiento y relapso. Tanto en los Estados Unidos como en Puerto Rico, el Estado explota las estructuras de inequidad que permean en la sociedad, pues dichas desigualdades resultan en la falta de educación y oportunidades económicas esenciales para producir prosperidad social. Debido a las escasas oportunidades proporcionadas por el Estado, las comunidades empobrecidas se ven forzadas a recurrir al crimen, convirtiéndose así víctimas de estrategias gubernamentales como la guerra contra el crimen y la conocida guerra contra las drogas.
Además de proveer una herramienta para sostener un sistema de esclavitud moderna, el aumento de personas encarceladas ha resultado en el lucro económico del gobierno y compañías privadas. Este fenómeno, conocido como el complejo industrial-penitenciario, “insiste en aquellas visiones del castigo que tienen en cuenta las estructuras e ideologías económicas y políticas, en vez de obcecarse en la conducta del individuo criminal y en los esfuerzos para poner freno a la delincuencia”.[57] Tal como es discutido dentro del análisis de la derogación de la Ley de Mandato Constitucional de Rehabilitación, las personas privadas de libertad siempre han constituido una fuente potencial de beneficio económico.[58] El Estado implementa reformas que obvian las inequidades socioeconómicas que producen patrones de encarcelamiento, dado que el confinamiento de personas empobrecidas y racialmente marginadas genera beneficios económicos para empresas, funcionarios electos y agentes gubernamentales.
Angela Davis explica que “[l]a transformación de los cuerpos cautivos —en su mayor parte, cuerpos de color— en fuentes de beneficio que consumen y a menudo producen todo tipo de mercancías devora fondos públicos que de otro modo podrían utilizarse para programas sociales como educación, vivienda, cuidados, ocio y programas contra las drogas”.[59] Es precisamente la dependencia de la acumulación de capital sobre el deterioro y castigo de sectores marginalizados que esclarece la inhabilidad de reformar la estructura carcelaria actual. De hecho, un estudio reciente de las universidades de Oxford y Cambridge encontró que en las cárceles estadounidenses recluyen el doble de personas con enfermedades mentales de las que se podrían encontrar en todos los centros psiquiátricos del país juntos.[60] Resulta inminente reemplazar este sistema, el cual basa su éxito en agotar su supuesto propósito.[61] No se debe continuar mirando exclusivamente a los Estados Unidos para resolver controversias jurídicas penales; en lugar de ello, debemos acelerar la creación de un sistema que priorice la humanidad, la rehabilitación y el desarrollo socioeconómico integral de la sociedad.
V. La educación como pilar del movimiento abolicionista
Se debe abandonar el sistema penitenciario actual y crear una institución del Estado dirigida a propiciar la capacitación y aprendizaje de puertorriqueños que han delinquido. No cabe duda de que el movimiento abolicionista debe ser antirracista y anticapitalista. Naturalmente, surgen preguntas concretas como: ¿Qué sistema sustituiría el sistema carcelario actual? “¿Cómo podemos imaginar una sociedad donde la raza y la clase no sean los principales determinantes del castigo? ¿Una sociedad en la que el mismo castigo no sea la principal preocupación a la hora de impartir justicia?”.[62]
Debemos rechazar el imaginario punitivo y adoptar un sistema que sostenga la solidaridad y rehabilitación como pilares para un nuevo sistema restaurativo. Se debe abogar por la creación de entornos más humanos y habitables que exijan tratamientos menos violentos, el fin de abusos sexuales, la mejora del sistema sanitario tanto de salud física como mental, un mejor acceso a programas antidrogas, mejores oportunidades de acceso a educación, sindicalización del trabajo en las prisiones, más contacto con las familias y comunidades, sentencias menores, entre otros.[63] Es necesario exigir alternativas a las sentencias de prisión para aquellos que cometen delitos no violentos y, al mismo tiempo, desarrollar estructuras más humanas que permitan que aquellos privados de su libertad tengan acceso a la naturaleza y mantengan conexiones con sus familias y seres queridos. Aunque quedan muchas preguntas en el aire, queda claro que la educación debe estar en el centro del sistema restaurativo que deseamos crear.
Para instaurar un cambio radical del concepto de la pena privativa de libertad, Fernando Picó sugiere implementar una comunidad de aprendizaje para aquellos encontrados culpables por la ley. La meta es “crear una institución educativa de la más alta calidad con las medidas pertinentes de seguridad”.[64] En lo práctico, esta institución funcionaría de la siguiente manera:
El día entero estaría orientado al aprendizaje. . . . [L]os problemas percibidos se resuelven mediante el diálogo entre los responsables de la institución y los residentes. Hay relativamente pocos empleados de seguridad y su presencia es discreta. Mucho del personal antes asignado a esas funciones ha recibido entrenamiento y lleva a cabo otras tareas, como tutores, facilitadores, entrenadores, terapistas, paramédicos, moderadores de actividades, bibliotecarios y personal secretarial.
[. . . .]
La mayor atención está centrada en el itinerario de reinserción a la sociedad. El residente, acompañado de su consejero, visita la comunidad, se entrevista con los vecinos, hace gestiones de empleo, renueva su licencia de conducir y otra documentación necesaria antes de regresar definitivamente a su casa. Para esta época en la que se sitúa nuestra utopía, ya las cortes han dictaminado que es inconstitucional exigir a un [exconfinado]un certificado de buena conducta para que pueda ejercer su oficio, profesión o trabajo.[65]
Sostener la educación como el enfoque central de un nuevo sistema es esencial para permitir la rehabilitación y facilitar la reintegración de estas personas a la sociedad. Así, posicionamos las escuelas como la alternativa más poderosa a las cárceles y prisiones. Sin embargo, es imperativo señalar que la educación tomará un rol central tanto en la vida de las personas privadas de libertad como en la de quien no ha delinquido. Actualmente, las estructuras de violencia permean en las escuelas de comunidades empobrecidas y negras como podemos ver con el triste caso de Alma Yadira.[66] Nuestras escuelas no pueden continuar siendo un brazo del Estado opresor, sino ser lugares que alientan el ánimo a aprender. Más importante aún, debemos nivelar las disparidades raciales y de clase dentro de nuestro sistema público educativo para que las escuelas no sigan siendo el principal conducto de las cárceles y se conviertan en el vehículo para reducir el número de personas que delinquen.[67]
Conclusión
Este análisis sobre el sistema carcelario puertorriqueño expone serios atropellos al derecho constitucional a la rehabilitación que se le confiere a las personas privadas de libertad. Nuestras leyes, jurisprudencia y estructuras correccionales reflejan que, a la hora de impartir justicia, se prioriza el castigo, mientras se le niega al victimario la oportunidad de reformarse y estimular el desarrollo de su más alto potencial como ser humano. Hemos normalizado marginalizar a las personas que delinquen y obviamos que las cárceles son un reflejo del País junto a sus normas y costumbres.
Debemos exigir que el gobierno haga valer el derecho constitucional de las personas que delinquen a su rehabilitación moral y social. Resulta imposible generar cambio sustancial a través de las reformas al sistema actual, dominado por intereses económicos y cementado sobre estructuras racistas y clasistas. Es necesario abolir el sistema y exigir la creación de un sistema restaurativo que implante la educación como piedra angular. Las instituciones a cargo de la rehabilitación de la población confinada deben destinarse a promover el aprendizaje, la salud mental y física, y la sociabilidad de sus residentes.[68] Más allá de imaginar una única alternativa al sistema carcelario actual, deberíamos crear alternativas que requieran transformaciones radicales en diversos aspectos de nuestra sociedad. Estas alternativas deben trascender el racismo, el sesgo de clase y las estructuras que sostienen patrones de dominación. Por tal razón, es imprescindible atacar el problema desde su raíz y asegurar que las escuelas sirvan como el arma más poderosa para desalentar el crimen y cerrar el sesgo de oportunidades socioeconómicas entre las clases. Como expresa Fernando Picó, este plan de acción requiere un cambio radical de mentalidades, por lo que nos invita a “ensayar lo utópico y archivar lo sádico”.[69]
*La autora es estudiante de tercer año de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y Editora Ejecutiva del nonagésimo cuarto volumen de la Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico. Posee un bachillerato en Ciencias Políticas e Historia de la Universidad de Nueva York.
[1] CONST. PR art VI, § 19.
[2] Id. (énfasis suplido).
[3] COMISIÓN DE DERECHOS CIVILES, ANÁLISIS DEL SISTEMA CORRECCIONAL PUERTORRIQUEÑO: MODELOS DE REHABILITACIÓN 25 (2009).
[4] III JOSÉ TRÍAS MONGE, HISTORIA CONSTITUCIONAL DE PUERTO RICO 235-236 (1982).
[5] Id.
[6] Id. en la pág. 236.
[7] Diario de Sesiones de la Convención Constituyente 2672-79 (1952).
[8] Id. en las págs. 2679-81.
[9] Id. en las págs. 2680-81.
[10] Id. en la pág. 2681.
[11] FERNANDO PICÓ, EL DÍA MENOS PENSADO: HISTORIA DE LOS PRESIDIARIOS EN PUERTO RICO (1973-1993), en la pág. 192 (1994).
[12] Pueblo v. Pérez Zayas, 116 DPR 197, 201 (1985); véase CONST. PR art. II, § 12.
[13] Dora Nevares Muñiz, Las penas en el nuevo código penal: a cinco años de su vigencia, 79 REV. JUR. UPR 1129, 1158 (2010).
[14] Pueblo v. Álvarez Chevalier, 199 DPR 735, 738 (2018).
[15] Id. en la pág. 756.
[16] Miller v. Alabama, 567 97U.S. 460, 470 (2012).
[17] Luis E. Chiesa Aponte, Derecho Penal Sustantivo, 88 REV. JUR. UPR 149, 151 (2019).
[18] LINA M. TORRES CAMPOS & CARMELO CAMPOS CRUZ, HACIA UNA PENOLOGÍA PUERTORRIQUEÑA: PERSPECTIVA CRÍTICA 96 (2018).
[19] LINA M. TORRES RIVERA, EL SISTEMA CORRECCIONAL DE PUERTO RICO, en SISTEMA PENAL Y REACCIÓN SOCIAL 55, 60 (1990) (citando a ENRIQUE CAMPOS DEL TORO y RAFAEL PICÓ, SOLICITUD DEL ESTUDIO DEL SISTEMA CORRECCIONAL DE PUERTO RICO, 1945. INFORME SOBRE LA EFECTIVIDAD DE LA REHABILITACIÓN DE LOS DELINCUENTES EN PUERTO RICO (1959)).
[20] Véase Ley orgánica de la Administración de Corrección, Ley Núm. 116 de 22 de julio de 1974, 4 LPRA §§ 1101-1284 (2010) (derogada 2011).
[21] Exposición de motivos, Ley de mandato constitucional de rehabilitación, Ley Núm. 377-2004, 2004 LPR 2549-52.
[22] Id. en la pág. 2550.
[23] Id. en las págs. 2550-51.
[24] Ley de mandato constitucional de rehabilitación, Ley Núm. 377-2004, 4 LPRA § 1613 (2010) (derogada 2011).
[25] Id. § 1615.
[26] Id.
[27] Id. § 1611.
[28] Plan de Reorganización del Departamento de Corrección y Rehabilitación de 2011, Plan Núm. 2-2011, 3 LPRA Ap. XVIII (2019).
[29] Id. arts. 2-3.
[30] Luis A. Zambrana González, La rehabilitación de la persona convicta como derecho humano: Su tensión con el ordenamiento penitenciario en Puerto Rico, 87 REV. JUR. UPR 1117, 1137 (2018).
[31] Id.
[32] Ley de Sustancias Controladas de Puerto Rico, Ley Núm. 4 de 23 de junio de 1971, 24 LPRA § 2404 (2020).
[33] Id.
[34] Id.
[35] Id.
[36] R.P. CRIM. 247.2, 34 LPRA Ap. II, R.247.2 (2016 & Supl. 2024).
[37] Id.
[38] Id.
[39] 34 LPRA Ap. II, R. 247.1 (2016).
[40] Id.
[41] Id.
[42] Ley para la Prevención e Intervención con la Violencia Doméstica, Ley Núm. 54 de 15 de agosto de 1989, 8 LPRA § 636 (2022).
[43] Id.
[44] Ley de Sentencia Suspendida y Libertad a Prueba, Ley Núm. 259 de 3 de abril de 1946, 34 LPRA §§ 1027-1027a (2016).
[45] Id.
[46] CÓD. PEN. PR art. 64, 33 LPRA § 5097 (2020).
[47] 34 LPRA § 1027(202016).
[48] Jessica Velázquez Sotomayor, Justicia Terapéutica: La ruta para hacer valer la promesa constitucional de rehabilitación criminal en Puerto Rico, 54 REV. JUR. UIPR 261, 271 (2019).
[49] MICHELLE ALEXANDER, THE NEW JIM CROW: MASS INCARCERATION IN THE AGE OF COLORBLINDNESS 39 (2020).
[50] P.R. Lockhart, How slavery became America’s first big business, VOX (16 de agosto de 2019).
[51] ALEXANDER, supra nota 43.
[52] CONST. EE. UU. enm. XIII, § 1.
[53] ALEXANDER, supra nota 43, en la pág. 40.
[54] Id. en las págs. 60-61.
[55] Id.
[56] ANGELA Y. DAVIS, DEMOCRACIA DE LA ABOLICIÓN: PRISIONES, RACISMO Y VIOLENCIAS 20 (2016).
[57] Id. en la pág. 91.
[58] Id. en la pág. 93.
[59] Id.
[60] Id. en la pág. 30 (citando a Katherine Stapp, Prisons Double as Mental Wards, ASHEVILLE GLOBAL REPORT 164 (2002).
[61] Id. en la pág. 151.
[62] Id. en las págs. 107-08.
[63] Id. en las págs. 108-09.
[64] LINA M. TORRES CAMPOS & CARMELO CAMPOS CRUZ, HACIA UNA PENOLOGÍA PUERTORRIQUEÑA: PERSPECTIVA CRÍTICA 299 (2018).
[65] Id. en las págs. 299-300.(citando a Fernando Picó, La caducidad de la cárcel, 60 REV. COL. ABOG. PR 14-15 (1999)).
[66] Véase Padres de Alma Yadira demandan al DE, TELEMUNDO PR (14 de abril de 2019), https://www.telemundopr.com/noticias/puerto-rico/padres-de-alma-yadira-demandan-al-de/113757/ (Alma Yadira es una niña de once años que fue víctima de acoso racial por años sin recibir ningún tipo de apoyo o protección por la escuela. La negación de la escuela en atender el patrón de acoso resultó en un altercado agresivo con las niñas que llevaban a cabo este hostigamiento. Este altercado resultó en el procesamiento criminal contra Alma Yadira, quien se enfrentó a cinco cargos de agresión los cuales pudieron resultar en seis años de cárcel en una institución de menores).
[67] DAVIS, supra nota 50, en la pág. 108.
[68] Edna Benítez Laborde, Carta abierta al presidente de la UPR, 80 GRADOS (6 de diciembre de 2013), https://www.80grados.net/carta-abierta-al-presidente-de-la-upr/#footnote_1_19579.
[69] Fernando Picó, La caducidad de la cárcel, 60 REV. COL. ABOG. PR 6, 15 (1999).