Por: María Isabel Ríos Puras
I. Introducción
La representación de la histeria femenina en la literatura es mucho más que un reflejo social. Es un espejo que revela las actitudes complejas de la sociedad hacia la salud de las mujeres y la autoridad médica, ofreciendo una ventana amplia para explorar la intersección entre género, medicina y dinámicas de poder a lo largo de la historia.
Dentro del marco de la medicina, las mujeres han sido vistas históricamente a través de un lente que favorece la perspectiva masculina y reforzaba los roles de género tradicionales. El campo médico caracterizó la histeria como el diagnóstico que agrupaba las ansiedades sociales sobre la feminidad y, por ende, se controlaba a aquellas mujeres que salían de su rol social tradicional hetero-normativo. Las mujeres que exhibían síntomas de histeria eran frecuentemente marginadas, y sus experiencias y emociones eran minimizadas para ajustarlas a los límites del narrativo patriarcal predominante. Esto no solo perpetuaba la desigualdad de género, sino que también limitaba la agencia y autonomía de las mujeres, relegándolas a roles subordinados tanto dentro del ámbito médico como en la sociedad en general.
II. Trasfondo histórico de la histeria femenina
A. Orígenes históricos
Los primeros indicios registrados de la histeria femenina se remontan al Antiguo Egipto, alrededor del año 1900 a.C.[1] Los orígenes de esta condición se encuentran documentados en el Papiro de Kahun, un tratado de ginecología, en el que sus autores atribuían la causa de los trastornos histéricos a los movimientos irregulares del útero dentro del cuerpo de la mujer.[2]
Posteriormente, en la mitología griega plantearon que la “locura” se desarrollaba a causa de un útero envenenado debido a la “falta de orgasmos y a la melancolía uterina”.[3] A raíz de esto, el filósofo Platón sugirió que el útero se volvía melancólico cuando no estaba en contacto con los órganos reproductivos de un hombre ni se dedicaba a la reproducción,[4] resultando en la conclusión de que las mujeres que padecían de histeria podían ser curadas mediante relaciones sexuales.[5] Sin embargo, el término “histeria” no fue formalmente utilizado hasta el siglo V a.C., cuando Hipócrates postuló que su origen radicaba en el movimiento del útero, conocido en latín como “hysteron”.[6] Su teoría se popularizó por argumentar que el útero se debilitaba cuando se le privaba del sexo y de la procreación, pues estas prácticas sexuales “limpiaban” el cuerpo de la mujer.[7] Hipócrates se refería al útero de las mujeres viudas, solteras y vírgenes con connotaciones negativas, pues teorizaba que éste producía vapores tóxicos que provocaban ansiedad, temblores y sofocación.[8] Esta teoría recogía los mismos síntomas que se estudiaban desde el año 1600 a.C. en las mujeres que sufrían de histeria en el Antiguo Egipto. En fin, ambas civilizaciones antiguas concluyeron que la cura hipotética para posicionar el útero “correctamente” era la actividad sexual.[9]
B. Siglo XIX y la Era Victoriana
En el siglo XIX, el refinamiento y la sensibilidad caracterizaban la representación de la mujer ideal,[10] caracterizada como la “guardiana de la religión y portavoz de la moralidad”.[11] A las mujeres se les inculcaba la idea de que la agresión, la independencia y la curiosidad eran atributos propios del hombre y se les enseñaba a suprimir estos atributos para ajustarse a las expectativas patriarcales, relegando así su independencia y curiosidad innata.[12] La presión social de contraer matrimonio, tener hijos y asumir las responsabilidades de la maternidad generaba angustia en muchas de estas mujeres, a quienes los médicos diagnosticaban como pacientes de enfermedades nerviosas o de histeria cuando, en realidad, muchas de ellas sufrían de aislamiento y depresión.[13]
Para el siglo XIX, los médicos de la época reconocían la histeria tanto en mujeres como en hombres, pero se informaba que era más común en mujeres entre quince y cuarenta años.[14] Describían los episodios de histeria de manera similar a ataques epilépticos, depresión, ansiedad, entre otros.[15] A medida que pasaba el tiempo, los síntomas de la histeria cambiaban, pero el diagnóstico se mantenía constante.[16] Los médicos no solo asociaban la histeria con síntomas físicos, sino que también la vinculaban con la personalidad y los temperamentos de las mujeres y diagnosticaban a estas las mujeres con una personalidad histérica con un estado de ánimo volátil y un comportamiento errático. Los médicos las describían como egocéntricas y con una vida sexual superficial.[17]
A lo largo de la historia de la medicina, las discusiones sobre el tratamiento de la histeria han sido variadas. Durante la Edad Media, el médico y teólogo Giovan Battista Codronchi documentó que las comadronas utilizaban la estimulación manual de los órganos genitales femeninos para inducir el orgasmo.[18] Los médicos realizaban esta práctica, conocida como “paroxismo histérico”, con la intención de curar la histeria mediante la inducción del orgasmo en las mujeres.[19] La historiadora Rachel Maines critica la visión androcentrista en la esfera médica exponiendo que, al acercarse a la conclusión de que el matrimonio era incapaz de curar la histeria, los médicos se tomaron la tarea de aliviar los síntomas de la enfermedad a través de la estimulación genital y catalogarlo como el “paroxismo histérico”.[20] Por ejemplo, el vibrador luego se transformó consecuentemente en un dispositivo médico utilizado para el masaje terapéutico por parte de los pacientes durante sus terapias físicas.[21] Aunque muchos médicos no apoyaban esta práctica, la masturbación como método principal de tratamiento reflejaba la comprensión limitada del médico acerca del cuerpo de la mujer de la época.[22]
C. Sigo XX y la Era Contemporánea
El siglo XX produjo un cambio drástico, pues los discursos sobre la psicosis llevaron a varios pensadores de la época a formular sus teorías sobre la histeria desde una perspectiva psicoanalítica. Aunque se considere un avance médico, esto perpetuó los prejuicios que persiguen a las mujeres al estereotiparlas como ejemplo de trastornos mentales. Jean-Martin Charcot investigó desde la perspectiva de la histeria como un trastorno mental el efecto de la hipnosis sobre ella.[23] Planteó que la histeria tiene su origen en la degeneración hereditaria del nervioso, siendo un trastorno neurológico.[24]
A finales del siglo XIX, Charcot dirigió sus estudios hacia mujeres de clases sociales más bajas que estaban internadas en un asilo en Francia.[25] Sus pacientes, que padecían de histeria, mostraban una variedad de síntomas neurológicos como ataques epilépticos y parálisis.[26] Charcot comparó sus hallazgos con fenómenos similares a posesiones demoníacas, lo que llevó a clasificar la demonomanía como una forma de histeria.[27] La teoría de Charcot y su evolución, a pesar de recibir críticas severas, se considera que cementó las bases sobre las que Sigmund Fred, el pionero del psicoanálisis, desarrolló su trabajo.[28]
En el ámbito de los estudios clásicos de Freud se encuentra el caso de la joven Anna O. de 21 años quien fue diagnosticada con histeria por presentar una serie de síntomas físicos y psicológicos, incluyendo personalidad dual, amnesia, parálisis, y dificultad para hablar o entender su lengua materna.[29] Freud y su colega Josef Breuer exploraron el origen de sus síntomas y desarrollaron la teoría de que la histeria era causada por traumas emocionales reprimidos en el inconsciente.[30] Utilizando la técnica de talking cure, animaron a Anna O. a hablar libremente sobre sus pensamientos y recuerdos, lo que eventualmente llevó a la remisión de sus síntomas.[31] El caso de Anna O. proporcionó a Freud y Breuer importantes ideas sobre la naturaleza del inconsciente y el proceso terapéutico que influiría en el desarrollo posterior del psicoanálisis.[32]
A diferencia de Charcot, Freud definió la histeria como un trastorno de conversión, invitando un nuevo paradigma psicoanalítico a la esfera social y médica.[33] Freud destacó que el origen de la histeria proviene de aquellas memorias o ideas de gran carga emocional para la conciencia, las cuales son reprimidas en el subconsciente y se manifiestan como síntomas físicos.[34] Dichas manifestaciones ayudaban entonces a enfrentar dilemas psicológicos intolerables.[35]
Cuando se utiliza la frase feminismo psicoanalítico, surge la pregunta de si el feminismo ha apropiado el psicoanálisis o si el psicoanálisis ha apropiado el feminismo.[36] El psicoanálisis feminista es un marco teórico que combina teorías psicoanalíticas, como las de Freud, con perspectivas feministas para analizar cómo la opresión de género está arraigada en el subconsciente.[37] El psicoanálisis llegó a ser parte del discurso en temas relacionados a la conciencia de la mujer. En parte, el descubrimiento de Freud del inconsciente fue un resultado de las histerias del siglo XIX,[38] así provocando que psicoanálisis fuera visto como una traducción teórica del lenguaje de la histeria.[39] Aunque la histeria está principalmente asociada con las mujeres, Freud y Charcot demostraron que la histeria masculina también existe y que ocurre a consecuencia de la feminidad reprimida en los hombres.[40] De hecho, Freud se diagnosticó a sí mismo como histérico,[41] concluyendo que “[l]a histeria expresa en el lenguaje corporal lo que el psicoanálisis expresa en palabras”.[42]
II. Histeria femenina en la literatura a través de las épocas
La literatura es una parte integral de la sociedad por su capacidad de reflejar los valores y paradigmas sociales de cada época y exponer problemas que han sido silenciados. Más allá, la literatura refleja las actitudes sociales acerca de la salud mental de las mujeres. La armonización de las obras literarias confirman que la mujer fue sujeta a un discurso patriarcal que las condenaba a una sentencia de muerte, cuyo único escape era intentarser partícipe de un discurso distinto.
A. Jane Eyre
Jane Eyre, una novela escrita por Charlotte Brontë en 1847, se desarrolla en plena época victoriana.[43] La trama trata sobre la vida de Jane Eyre y su relación romántica con Edward Rochester. En el capítulo XXVI, se desvela el gran secreto que Rochester le oculta a su prometida, Jane Eyre. Durante su ceremonia nupcial, se enfrentan a un obstáculo que les impide contraer matrimonio: quince años atrás, Rochester se había casado con Bertha Antoinetta Mason, una mujer criolla de Spanish Town, Jamaica, información que Jane Eyre desconocía.
Todo lo que se revela sobre Bertha es a través de un lente masculino, el cual apunta directamente al paradigma social no solo de la época, sino también a las creencias arraigadas desde tiempos históricos tempranos. Al leer esta novela, nos hacemos conscientes del discurso patriarcal y de cómo éste, mediante su lenguaje, atrapa a la mujer en falsedades médicas.
Bertha se destacaba por su belleza: alta, de piel oscura y majestuosa. Rochester relata que la familia de ella deseaba comprometerla con él debido a su “buena raza”.[44] Tuvo la oportunidad de conocerla en las fiestas y de sostener conversaciones privadas con ella, lo cual le agradaba. Recuerda que todos los hombres en su círculo parecían admirarla y envidiarlo a él por estar con ella.
Confiesa que cuando era joven e inexperto, pensaba que la amaba; sin embargo, al conocerla mejor y comprender su estado de salud mental, su percepción cambió por completo. Destaca que Bertha carecía de las cualidades aceptables de la mujer típica de la época victoriana: no era modesta, ni benevolente, ni tenía refinamiento ni en su mente o ni en sus modales. La introducción a Bertha comienza con una descripción ilustrativa que causa una sensación de inquietud y suspenso:
Lo que era, ya fuera bestia o ser humano, no se podía decir a primera vista: se arrastraba, aparentemente, y en cuatro patas; arrebataba y gruñía como algún extraño animal salvaje: pero estaba cubierta con ropa, y una cantidad de cabello oscuro y canoso, salvaje como una melena, cubría su cabeza y rostro.[45]
Su descripción es aterradora; la pintan como una bestia sin autocontrol. Las interacciones con ella se asemejan a relatos de terror. Se glorifica la actuación del hombre al afirmar que, aunque tenía la opción de enfrentarse a ella físicamente para así calmarla, optó por un método “menos agresivo”.
[L]a lunática saltó y agarró su garganta con ferocidad, y hundió sus dientes en su mejilla[…]. [E]lla era una mujer grande, casi igualando en estatura a su esposo, y además corpulenta: mostraba una fuerza viril en el enfrentamiento – más de una vez casi lo estranguló, atlético como era él. Podría haberla sometido con un golpe bien dirigido; pero no quiso golpear: solo quería luchar cuerpo a cuerpo. Finalmente logró dominar sus brazos; Grace Poole le entregó una cuerda, y él los ató detrás de ella; con más cuerda, que estaba a mano, la amarró a una silla. La operación se llevó a cabo entre los gritos más feroces y los movimientos más convulsivos. Entonces, el señor Rochester se volvió hacia los espectadores: los miró con una sonrisa amarga y desolada. ‘Esa es mi esposa’.[46]
El lenguaje utilizado para describir a las mujeres que padecían de histeria es perturbador. El discurso patriarcal presente en esta novela no es algo nuevo, sino que refleja una práctica social que ha existido desde la época del Antiguo Egipto. Este lenguaje es un mecanismo aprendido. De este modo, cuando Rochester describe a Bertha como si estuviera poseída por un demonio, está utilizando un lenguaje que ha perdurado desde el siglo XIII. También, la misma Iglesia católica, mientras intentaba unificar a Europa bajo su control, estableció una conexión entre los trastornos mentales, la brujería y el Diablo con la figura de la mujer.[47] Como consecuencia, las mujeres diagnosticadas como histéricas eran sometidas a prácticas de exorcismo o hasta quemadas, ya que se atribuía la causa de la histeria a la presencia de fuerzas demoniacas.[48]
El discurso patriarcal predominante en la era victoriana se caracteriza por un lenguaje lleno de síntomas y descripciones que encasillan a la mujer bajo la imagen de histeria. En esta novela, vemos como la percepción de la histeria está fuertemente influenciada por la perspectiva masculina que Rochester proyecta sobre Bertha. La visión de Rochester refleja el paradigma social que predominaba entre los hombres de esa época.
B. The Yellow Wallpaper
The Yellow Wallpaper, un cuento corto escrito por Charlotte Perkins Gilman, es una representación estremecedora de la mujer diagnosticada con histeria en el siglo XIX.[49] La historia refleja la lucha contra las opresivas restricciones sociales y “avances” médicos emergentes desde la época. Tras dar a luz a su hijo, la narradora sufre de una depresión postparto. Su esposo, médico, la lleva a una casa colonial aislada y la encierra en un cuarto de niñera como parte de su “cura de reposo” que incluye permanecer confinada en una habitación decorada con un papel tapiz amarillo. Al obsesionarse con este papel tapiz, comienza a ver patrones y figuras en él, convencida de que hay una mujer atrapada detrás del papel tapiz. Al perder el contacto con la realidad, arranca el papel tapiz en un intento de liberar a la mujer detrás para luego descubrir que la mujer atrapada, y ahora liberada, es ella misma. Este cuento ha sido interpretado como una crítica al sistema patriarcal en la profesión médica que predominaba en la era victoriana y el siglo XIX. La falta de comprensión de las condiciones médicas de las mujeres, como la depresión postparto, resultaba en diagnósticos erróneos de histeria.
Perkins Gilman, la autora, usa algunas de sus propias experiencias para desarrollar este cuento.[50] Tras su experiencia con la depresión postparto, recurrió a un médico, Mitchell, quien era reconocido por su tratamiento de trastornos de nervios. Aceptó la “cura de reposo” que éste le recetó como método para curar su histeria. Perkins Gilman relata que la cura consistía en ser alimentada y bañada por el personal hasta que él observara que ella estuviese mejor.[51] Además, Mitchell le ordenó como tratamiento vivir una vida doméstica que consistía en jugar con su hijo lo más posible y no tocar un bolígrafo o lápiz por el resto de su vida.[52] De hecho, hace mención de este en el propio cuento cuando el esposo de la narradora le advirtió que, de no mejorarse, le enviaría con el doctor Wier Mitchell, a lo que ella angustiadamente respondió que no quería ir, pues tuvo una amiga que fue y dijo que es “igual que John[, el esposo,] y su hermano, pero peor”.[53]
En ocasiones, la literatura difumina la distinción entre la realidad y la ficción, haciendo que ambas se mezclen y la distinción se vuelva borrosa. The Yellow Wallpaper lleva al lector a creer que es simplemente una obra de ficción, pero en realidad es mucho más que eso; es una pieza literaria que arroja luz sobre las experiencias más íntimas de una mujer. A través de esta obra, Perkins Gilman ofrece al lector la oportunidad de escuchar la voz de una mujer que ha sido silenciada por diagnósticos erróneos y tratamientos que no toman en cuenta la fisiología del cuerpo femenino. Además,
nos ofrece una mirada más íntima de la relación entre la narradora y su esposo, así reflexionando sobre la dinámica matrimonial del siglo XIX. Su escritura se convierte en un escape para la narradora, un refugio donde su mente puede liberarse de las restricciones impuestas por su esposo. En un momento dado, la narradora nos revela que oculta a su esposo la magnitud de su sufrimiento, ya que él cree que ella no tiene motivos para sufrir. Diagnosticar a las mujeres con histeria era sencillo, pero encontrar una causa genuina resultaba complicado. Los médicos desconocían la biología del cuerpo femenino y como consecuencia, el origen de la histeria. Al igual que la mujer atrapada detrás del papel tapiz, la narradora queda atrapada en la sentencia adjudicada por su médico: su esposo. La mujer que se presenta frente al médico y su diagnóstico como asertiva se le denomina trastornada. El discurso patriarcal la silencia mediante una sentencia. El uso pragmático de un diagnóstico dice Treichler, es adjudicarle una sentencia – sentencia a muerte – a la mujer, cuya consecuencia clínica en el mundo real consiste en aburrimiento, drama y condena. Esta sentencia puede ser injusta o incorrecta, pero como quiera se le adjudica. [54]
La protagonista se encuentra constreñida y definida por el discurso patriarcal. Sus intentos de participar de una narrativa distinta fracasan, pues escribir ante la ausencia patriarcal requiere “ser astuto o de pronto encontrarse con una fuerte oposición”.[55] La narradora presenta constantemente una resistencia a su diagnóstico y encuentra libertad a través del tapiz amarillo. El tapiz amarillo está lleno de “vida”, “expresiones” y “sufrimiento”.[56] Camuflajeados como síntomas de histeria, su lenguaje vivifica lo que antes era simplemente un patrón irritante:
¡Este papel me parece como si supiera qué influencia maliciosa tiene! Hay un punto recurrente donde el patrón cuelga como un cuello roto y dos ojos bulbosos te miran boca abajo. Me enojo positivamente con la impertinencia de ello y su perpetuidad. Arriba y abajo y de lado a lado se arrastran, y esos absurdos ojos que no parpadean están por todas partes.[57]
Su relación con el tapiz amarillo se refuerza a medida que se le priva de su libertad. Comenzamos a ver el desarrollo de una conexión íntima entre la narradora y la mujer detrás del papel tapiz. En su punto más profundo, la narradora dice que ha descubierto otra cosa divertida, pero que no la debe contar, pues no confía en los demás.[58] Es en este momento la narradora rompe con el patriarcado – con nosotros. Descubre que la mujer detrás del papel tapiz es ella misma y su último acto de liberación es sacarla de allí, a lo que exclama“[f]inalmente he salido… no puedes devolverme”.[59] “Su última voz es colectiva, representando a la narradora, la mujer detrás del papel tapiz amarillo y mujeres en otros lugares y en otras partes”.[60]
III. La imagen de la mujer histérica en la impericia médica
A mediados del siglo XX, la psiquiatría americana formalmente estableció y definió la histeria como un trastorno.[61] Su primer intento fue adoptando el Briquet’s sindrome, cuyo trastorno crónico se entendía que duraba de por vida y ocurría exclusivamente en mujeres.[62] Bajo dicho trastorno, los síntomas presentados carecían de base médica o base fisiológica y, como resultado, las pacientes eran sujetas a evaluaciones invasivas o prácticas quirúrgicas extensivas.[63] No obstante, mientras esto se consideraba práctica rutinaria en las clínicas, se fue desarrollando un sistema de diagnósticos.[64]
El primer manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (por sus siglas en inglés, “DSM”) de la Asociación Estadounidense de Psicología (por sus siglas en inglés, “APA”) fue publicado en Estados Unidos.[65] En su primera edición, DSM-I, se clasificó la reacción disociativa junto con la reacción de conversión dentro de la sección de trastornos psiconeuróticos, la cual incluía otros trastornos como la ansiedad histérica y la depresión.[66] En el texto se especificó que la reacción disociativa se conocía formalmente como un tipo de histeria de conversión.[67] Posteriormente, en la segunda edición, DSM-II, se clasificó la disociación y la conversión como dos subtipos de neurosis histérica.[68] A medida que las conversaciones sobre la disociación iban decreciendo, el término somatomorfo ganaba popularidad para describir síntomas físicos que no tienen una explicación médica, recogiendo a los conceptos antiguos de la histeria y el Briquet’s syndrome.[69]
Los síntomas somatomorfos se definieron en el 1978 como molestias somáticas recurrentes por las que se busca atención médica, pero que no se deba a un trastorno físico específico.[70] Por otro lado, los síntomas somáticos se refieren a aquellos síntomas físicos que pueden o no tener una base médica.[71]
La tercera edición, DSM-III, trajo un desarrollo al sistema de criterio de diagnósticos. Se adoptó un enfoque psiquiátrico que se centra en síntomas observables y medibles, así abandonando las construcciones sociales que atacaban y antagonizaban la salud mental de las mujeres.[72] El Briquet’s syndrome fue incluido simplificado, pues el criterio de trastornos somáticos redujo el número de síntomas que se requieren para su diagnóstico de treinta y siete a catorce posibles síntomas.[73] El término de trastorno somático ganó popularidad, formando una base para lo que se categorizaron como trastornos somatoformo, incluyendo el trastorno de conversión o neurosis histérica.[74]
Entre las ediciones DSM-III, DSM-IV y DSM-V, se redujo el número de síntomas bajo los trastornos somáticos, y los trastornos somatomorfos establecidos en ediciones previas se reconceptualizaron en un nuevo criterio: síntoma somático y trastornos relacionados.[75] El trastorno de somatización se eliminó por completo.[76] Este nuevo criterio requiere uno o más síntomas físicos que causen angustia o una alteración significativa de la vida cotidiana. El requisito previo de los trastornos somatomorfo no incluía el requisito de que los síntomas fueran médicamente inexplicables somáticos. Se suprimieron los diagnósticos de hipocondría, trastorno por dolor y trastorno somatomorfo indiferenciado.[77]
La histeria, como término, ya no se utiliza en el DSM y fue reemplazada por diagnósticos específicos como el trastorno de síntomas somáticos y el trastorno de conversión.[78]
Naturalmente, surge una preocupación por la falta de precisión en la definición de estos trastornos que son mayormente exclusivos de mujeres. No fue hasta el 1980 que la edición DSM-III eliminó la histeria como un trastorno mental.[79]
El término “histeria” ha estado históricamente asociado con las mujeres, lo que muestra visiones patriarcales de la salud mental de las mujeres. El diagnóstico de la histeria carecía de validez, era un término genérico el cual le dificultaba a los médicos identificar y tratar consistentemente a los pacientes con este trastorno. La eliminación del término del DSM-III provocó un cambio en el paradigma medicinal. Aunque esto marcó un paso significativo en la esfera médica, el discurso patriarcal aún persiste.
IV. Conclusión
A menudo escuchamos que las mujeres “exageran sus síntomas”, lo que lleva a que no se les diagnostique a tiempo o no reciban el tratamiento adecuado. Durante el parto, a las mujeres embarazadas se les silencia, se les dice que “bajen la voz”, que “no necesitan la epidural” o que “pueden aguantar el dolor”.
Pues se percibe que los valores y paradigmas sociales vienen arraigados de disciplinas de impericia médica de las cuales inconscientemente somos partícipes en nuestro día a día. Romper con su predominación es hacer un llamado a las disciplinas actuales para crear conciencia sobre el discurso patriarcal que se ejerce en la medicina, se lee en la literatura y se vocaliza en el derecho. El término “histeria” arrastró a la mujer por siglos de prejuicios y desigualdad social. El desconocimiento del cuerpo de la mujer es la causa primaria atribuible al diagnóstico de la histeria. De la literatura se aprende sobre el comportamiento social y de las obras analizadas en este escrito se desprende que los avances médicos no alcanzaban a entender el cuerpo de la mujer. El diagnóstico de la histeria no tenía base médica, pues se fundamentó sobre años de prácticas sociales dominadas por los hombres.
Hacer una comparación interdisciplinaria resulta indispensable cuando estudiamos un problema social. Este escrito intenta alcanzar cierta claridad sobre la desigualdad de género en la impericia médica a través de la literatura. Para interrumpir el discurso patriarcal primero se debe educar. La educación es una parte íntegra de nuestra sociedad, mediante la cual se puede entrelazar la historia, la literatura, la medicina y otras disciplinas con el fin de identificar la desigualdad de género en nuestras prácticas y costumbres. Se debe fomentar y desarrollar un programa de educación con perspectiva de generó para que así, cuando una mujer pida ayuda, el médico pueda brindarle un cuidado y tratamiento apropiado, dejando de ser partícipe del discurso patriarcal en el campo médico.
*La autora es estudiante de tercer año de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y Jefa de Relaciones Públicas de nonagésimo cuarto volumen de la Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico. Posee un bachillerato en Criminología de la Universidad de Florida.
[1] Cecilia Tasca et al., Women and Hysteria in the History of Mental Health, 8 CLIN. PRAC. & EPIDEMIOL. IN MENT. HEALTH 110, 110 (2012).
[2] Id.
[3] Id.
[4] Id.
[5] Id.
[6] Id. en la pág. 111.
[7] Id.
[8] Id.
[9] Id.
[10] Carroll Smith-Rosenberg, The Hysterical Woman: Sex Roles and Role Conflict in 19th Century America, 39 SOC. RES.: AN INT’L Q. 652, 655 (1972).
[11] Id. en la pág. 655.
[12] Id. en la pág. 656.
[13] Id. en la pág. 657.
[14] Id. en la pág. 660.
[15] Id. en la pág. 661.
[16] Id. en la pág. 665.
[17] Id. en la pág. 677.
[18] Tasca et al., supra nota 1, en la pág. 113.
[19] Rachel P. Maines & Mónica Mansour, La tecnología del orgasmo, 23 DEB. FEM. 166, 179 (2001).
[20] Id.
[21] Id. en la pág. 178.
[22] Id.
[23] Tasca et al., supra nota 1, en la pág. 114.
[24] Id.
[25] Carol S. North, The classification of hysteria and related disorders: Historical and phenomenological considerations, 5 BEHAV. SCI. 496, 499 (2015).
[26] Id.
[27] Id.
[28] Id.
[29] Id.
[30] Id.
[31] John Launer, Anna O and the ‘talking cure’, 98 QJM INT. J. MED. 465, 466 (2005).
[32] Dianne Hunter, Hysteria, Psychoanalysis, and Feminism: The Case of Anna O., 9 FEM. STUD., 465, 465 (1983).
[33] Tasca et al., supra nota 1, en la pág. 115.
[34] North, supra nota 25, en la pág. 499.
[35] Id.
[36] Hunter, supra nota 32, en la pág. 485.
[37] Id.
[38] Id.
[39] Id.
[40] Id.
[41] Id. en la pág. 486.
[42] Id. (traducción suplida).
[43] CHARLOTTE BRONTË, JANE EYRE (1847).
[44] Id. en la pág. 366.
[45] Id. en las págs. 367-368 (traducción suplida).
[46] Id. en la pág. 368 (traducción suplida).
[47] Tasca et al., supra nota 1, en la pág. 112.
[48] Id.
[49] CHARLOTTE PERKINS STETSON, THE YELLOW WALLPAPER (1892).
[50] Jennifer Semple Siegel, Charlotte Perkins (Stetson) Gilman’s The Yellow Wallpaper: Fiction “with a Purpose” and the Need to Know the Real Story, 59 CEA CRIT. 44, 46 (1997).
[51] Id. en la pág. 47.
[52] Id.
[53] PERKINS STETSON, supra nota 48, en la pág. 650.
[54] Paula A. Treichler, Escaping the Sentence: Diagnosis and Discourse in “The Yellow Wallpaper”, 3 TULSA STUD. IN WOMEN’S LIT. 61, 64, 70 (1984).
[55] PERKINS STETSON, supra nota 48, en la pág. 648 (traducción suplida).
[56] Treichler, supra nota 53, en la pág. 72.
[57] PERKINS STETSON, supra nota 48, en la pág. 649 (traducción suplida).
[58] Id. en la pág. 655 (traducción suplida).
[59] Id. en la pág. 656 (traducción suplida).
[60] Treichler, supra nota 52, en las págs. 74-75 (traducción suplida).
[61] North, supra nota 25, en la pág. 500.
[62] Id.
[63] Id.
[64] Id. en la pág. 501.
[65] Id.
[66] Id.
[67] Id.
[68] Id.
[69] Id.
[70] Id.
[71] Id.
[72] Id.
[73] Id.
[74] Id. en la pág. 502.
[75] Id.
[76] Id.
[77] Id. en la pág. 503.
[78] Id.
[79] Id. en la pág. 501.