COMENTARIO
Por: Iris Y. Rosario Nieves*
Hace veintinueve años se aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, tratado internacional firmado bajo el marco de la Organización de las Naciones Unidas, compuesto por cincuenta y cuatro artículos que recogen los derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos de todos los niños, las niñas y los adolescentes.[1] Aun cuando el acuerdo fue ratificado por 195 países, desafortunadamente Estados Unidos nunca se comprometió a acogerse al mismo. De esa forma, se negó a unirse al reclamo ratificado por varias naciones del mundo que buscaba garantizar, por ejemplo, la prohibición de imponer la pena de muerte o sentenciar a cadena perpetua a menores de dieciocho años que hubiesen tenido un conflicto con la ley penal. De hecho, por muchos años, Estados Unidos dedicó una parte importante de su aparato penal para juzgar como adultos a jóvenes menores de dieciocho años de edad.
En Puerto Rico dicha práctica comenzó a estilarse terminados los años ochenta. Así las cosas, cualquier joven de entre catorce a diecisiete años que cometiese un asesinato mediando deliberación o premeditación debía ser juzgado como adulto sin que antes se evaluase el contexto sociocultural y psicosocial en el que había crecido.[2] De esa forma, muchos jóvenes fueron a parar a cárceles de adultos sin que ninguna parte del andamiaje político criminal se detuviese a reflexionar sobre las causas de la conducta penalizada. Con posterioridad, la Legislatura determinó que debía aumentar la edad para que se permitiese el trato de estos jóvenes, tal y como si fuesen adultos. Por eso, desde 1991 son procesados y penados como adultos los jóvenes entre las edades de quince a diecisiete años que cometan un asesinato deliberado o premeditado.[3]
A pesar de las serias consecuencias que conlleva para un joven un procedimiento mediante el cual se le presume como adulto, ni los legisladores ni los académicos en Puerto Rico se han dedicado a estudiar si la aplicación de esta política tiene los efectos prácticos que se le pretendieron atribuir: disminuir la aplicación de asesinatos por parte de menores de edad. Ni siquiera existen estadísticas sobre cuántos menores se han visto afectados por estas políticas. Mucho menos existe un perfil socioeconómico de ellos. Así las cosas, y obviando una de las más serias discusiones del penalismo, no hay datos suficientes para concluir que la política ya referida sirve como un disuasivo.
Lo que sí se sabe es que la Corte Suprema de Estados Unidos expresó que la aplicación de la pena de muerte o de sentencias a cadena perpetua sin libertad bajo palabra impuestas a estos jóvenes lacera dramáticamente el principio de culpabilidad.[4] La realidad biológica de los menores de edad debe obligar al Estado a imponer un castigo que sea cónsono con su escasez de desarrollo, inmadurez y, por ende, su acreciente capacidad de rehabilitación. Con ello, la Corte provocó que en muchos estados de Estados Unidos se comenzase a evaluar a través de las legislaturas estatales acercamientos que busquen mantener a los menores infractores fuera de los tribunales de adultos. Hago llamar la atención a dos de los acercamientos más importantes: (1) elevar la edad mediante el cual los menores sean juzgados como adultos, y (2) eliminar las transferencias automáticas —renuncias a la jurisdicción del Tribunal de Menores sin que exista la evaluación previa de un juez— a los tribunales criminales de adultos. Esta postura ha estado siendo implementada en varios estados de los Estados Unidos, lo que representa, en definitiva, un cambio paradigmático en el asunto.
En Puerto Rico, lamentablemente, el Tribunal Supremo se negó a aplicar la norma establecida por la Corte Suprema de Estados Unidos. Como consecuencia, denegó recientemente, a un joven sentenciado hace veintiocho años la oportunidad de evaluar la corrección de una sentencia de 374 años que le fue impuesta.[5] La Cámara de Representantes reaccionó con un proyecto tripartita, Proyecto de la Cámara 1479, de la autoría de los representantes María Charbonier, Denis Márquez, José Meléndez y Luis Vega, que busca reconocer la culpabilidad disminuida de los menores en estos casos.[6] Desde el mes de septiembre de este año dicho proyecto se encuentra bajo la consideración de la Comisión de Seguridad del Senado sin que se haya evaluado.
Reconociendo la importancia de la Convención sobre los Derechos del Niño en este aniversario y sabiendo que nos encontramos viviendo una crisis económica que impacta desproporcionalmente a los niños de este País, Puerto Rico debería aprovechar la oportunidad para repensar sus posturas e implementar una moratoria a esta nefasta política que ignora los derechos reconocidos a los menores de edad. Con dicha moratoria podría evaluarse detenidamente si la política ya mencionada ha tenido algún efecto concreto en la incidencia de asesinatos en la Isla y si corresponde —no solo jurídicamente, sino también éticamente— juzgar a un joven con la misma rigurosidad que se hace con un adulto.
* La autora es abogada litigante de la Sociedad para la Asistencia Legal y profesora adjunta de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico.
[1] Res. A.G. 44/25, Convención sobre los Derechos del Niño (20 de noviembre de 1989).
[2] Ley de Menores de Puerto Rico, Ley Núm. 88 de 9 de julio de 1986, 34 LPRA § 2204(2)(b) (1991) (enmendado 1991).
[3] Ley Núm. 19 de 11 de julio de 1991, 34 LPRA § 2204(2)(b) (1991 & Supl. 1993) (enmendado 2004).
[4] Miller v. Alabama, 567 U.S. 460 (2012); Roper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005).
[5] Pueblo v. Álvarez Chevalier, 199 DPR 735 (2018).
[6] P. de la C. 1479 de 6 de marzo de 2018, 3ra Ses. Ord., 18va Asam. Leg.