Por: Rose Marie Santiago Villafañe
Libertad
“Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”. Séneca
Nací en estado extranjero, para el cual no necesité visa,
Donde una piel, una lengua y rasgos diferentes
abrieron las puertas de la exclusión.
Derecho de inmigrante que no aplica,
ni sirvió para evitar la patente discriminación.
Mientras, familia dividida,
padre a quien las leyes laborales no protegieron:
tomatero en la mañana; jardinero en la tarde; lavaplatos en la noche:
madrugada de sueños trasnochados que se convertían en miseria compartida,
para una familia que se alejaba, por fuerza mayor.
Llegué a la tierra que me vio crecer.
Junto a una madre que trabajaba, ocupación no reconocida,
en un inmueble del cual nunca fue propietaria,
en una casa llena de cabezas con deseos registrados:
Siete vidas, siete historias, siete risas-llantos.
Entre vividuras y felicidad crecí,
apoyada por la educación gratuita que propendió a mi “desarrollo pleno”
marcada por buenos maestros que compartían libros;
señalada por zapatos rasgados y ropa heredada;
condenada por sueños de esperanza y justicia;
sellada por la buena fe de otros.
Un nuevo espacio se abrió: universidad, familia, hijos, proyectos propios.
Una felicidad distinta que se entrecruzó con la tragedia de un sistema cómplice
en el que la enfermedad es delito
en el que la lucha por lo justo es agresión
en el que el desconocimiento y la indiferencias se vuelcan contra quien sufre.
Ingenuidad: pensé que aquella educación era el poder
imaginé que la palabra justa era la mejor defensa:
lucha sin armas contra un sistema enfermo
que en su ceguera no reconocía sus propios crímenes.
Hoy ando armada, entre derechos sustantivos y procesales,
con la certeza de que no volverán a morir
aquel hermano a quien la política pública criminalizó y no protegió;
aquel padre a quien los sistemas de salud dejaron sin respuestas;
aquella madre a quien el sistema dejó sin heredad;
porque la justicia que no es pronta no es justicia.