COMENTARIO

Por: Omayra Torres Sánchez*

Desde el silencio casi obligatorio, vivo muy de cerca el sistema “rehabilitador”. La mujer nace libre, pero es estigmatizada por una sociedad en la que impera la ignorancia. El discrimen está presente en todos los procesos que involucran la población femenina en los espacios de confinamiento.

Cuando las mujeres delinquen, son acusadas en el proceso judicial y se manifiesta inmediatamente la desigualdad por razón de género. Cuando es sometida al proceso, no solo es juzgada por el delito cometido; también es juzgada por el mero hecho de ser mujer y por haber faltado a su rol de madre, esposa y ama de casa. Esto, según las reglas de una sociedad patriarcal.

Una vez sentenciadas y en la cárcel, se enfrentan al sistema de “rehabilitación”, donde no son reconocidos sus derechos humanos, obviando que la entrada a prisión es solo una pena privativa de libertad por un mandato judicial. La sentencia se traduce en una supresión de muchas otras facultades que se supone que cobijen y a las que tengan acceso las confinadas.

Según la Carta de Derechos de Puerto Rico, “[l]a dignidad del ser humano es inviolable”.[efn_note]CONST. PR art. II § 1.[/efn_note] Sin embargo, la dignidad de cada confinada es violada perpetuamente. Una de las mejores muestras de esto es el proceso rutinario de “seguridad” en el que la confinada es sometida a un registro obligatorio al desnudo, lo que resulta vergonzoso y humillante. Lo que se supone que sea la intimidad y el templo sagrado de cada mujer es observado minuciosamente por una persona totalmente desconocida. El proceso intentará asegurar un protocolo, pero olvida por completo la dignidad.

Por otro lado, y como parte de otro protocolo, también de seguridad, se establece visitar por cristales, lo que aleja el cariño de las familias, de los hijos de las mujeres privadas de libertad que no dejan de ser madres, hermanas e hijas independientemente del delito que puedan haber cometido, y haciendo del momento en el que se supone que sea de amor, fortalecimiento y apoyo, el más frívolo e insensible. Esto ha causado y seguirá causando daños irreversibles a cada persona sometida a tan cruel proceso. En algunos casos, y del cual soy ejemplo, pues tuve mi único hijo en este confinamiento, las mujeres confinadas son separadas de sus hijos de inmediato al momento de nacer. El lazo especial, místico y único entre madre e hijo se rompe violentamente. La total imposibilidad de cumplir con su faceta de madres es una circunstancia normal en la vida de las mujeres encarceladas. El sistema penal no cuenta con programas cuyos criterios para recibir beneficios no sean a base de las sentencias de las mujeres que se convierten en madres en los espacios de confinamiento. ¡Es inhumano que una madre no pueda acoger en su seno a su hijo recién parido! ¿Qué mejor motivación puede haber para rehabilitarse y desear reincorporarse a la sociedad? Se olvida el sistema de que, más allá de ser confinadas somos seres humanos sensibles y que una sentencia no tiene el poder de cambiar la condición humana por una robótica.

Por otra parte, cada ciudadano, cada mujer tiene derecho a la educación. Sin embargo, el sistema penitenciario de Puerto Rico no reconoce la educación como un derecho sino como un privilegio. En ese campo de la educación, las mujeres confinadas se encuentran en una evidente desventaja pues siempre han estado asignadas a trabajos dirigidos a la cocina, panadería, mantenimiento y artesanías; habilidades poco rentables que no les ayudan a subsistir cuando se reincorporan en la sociedad. Las necesidades de las mujeres encarceladas son significativamente diferentes a la de los hombres encarcelados, a favor de quienes se han creado e implementado las instituciones, programas y políticas existentes.

En el caso de los confinados, le han dado prioridad a la educación académica. Hace muchos años los estudios universitarios comenzaron en las cárceles para varones, iniciados por el padre Fernando Picó. ¿Porqué no se les reconoce a las féminas el acceso a las mismas oportunidades? No fue hasta muy poco tiempo que le brindaron la oportunidad de comenzar su preparación académica a un grupo muy reducido de mujeres, quedando en evidencia el discrimen por género.

Este trato desigual también se manifiesta contra la mujer por el mero hecho de haber cruzado las puertas de la cárcel con un denominador común: un expediente criminal que no les permite la reincorporación a un trabajo que les ayude a tener una buena calidad de vida. ¿Qué queda entonces? La reincidencia o la dependencia de algunas posibles ayudas del gobierno.

El sistema penitenciario en Puerto Rico ha fracasado. Las prisiones son estructuras de violencia y mecanismos de castigo vestidas de una falsa intención rehabilitadora. Las prisiones no cumplen con su finalidad educativa, de transmisión de valores, respeto y de reinserción. Juegan un papel punitivo y destructor de la persona, tanto físico como psicológico.

Tristemente, la responsabilidad vuela y no recae en quienes deben cambiar su visión, su compromiso y su quehacer con el principio sagrado de rehabilitar. Mientras tanto, se desgarran en dolor las voces silenciadas de las que siguen siendo humanas, ¡humanas!: las confinadas.


* Estudiante confinada en el Complejo de Rehabilitación de Bayamón y participante del proyecto piloto de educación universitaria en el sistema penitenciario de Puerto Rico.

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